Después de presentar a Françoise Delacroix en la entrada anterior, el siguiente paso lógico era compartir el relato que escribí de como Françoise conoció al Burgomaestre de Berdenburgo.
Como avancé en la entrada anterior, Françoise es el hijo bastado de un noble bretoniano, que sin la oportunidad de ascender en el camino de caballería bretoniana por su condición de hijo no legítimo, decidió buscar su propio camino en tierras imperiales.
Sin más, aquí en relato:
El
barco atracó al alba en el puerto de la ciudad de L’Anguille. En el muelle
esperaba el conde Delacroix, a quien el rey bretoniano utiliza en calidad de
ministro de exteriores.
El
Burgomaestre de la ciudad de Berdenburgo, Ludwig Von Goniz, desembarcó
acompañado de su guardia personal.
La
idea de este viaje era el cierre de unos acuerdos de la ciudad de L’Anguille
con Berdenburgo para impulsar el comercio entre estos dos puertos.
El
Conde Delacroix se disculpó con su invitado por la ausencia del duque de
L’Anguille, que se encontraba, con sus caballeros, batallando junto al rey
Louen Leoncouer.
Leoncouer,
y con él la flor y nata bretoniana, estaba en plena guerra con un Wagh orco,
que había invadido el este del país.
Al
conde le acompañaba un pequeño séquito de caballeros, con sus vistosos colores
y armaduras, que mantenían ejemplarmente a sus monturas en su lugar, a pesar del
nerviosismo que presentaban los caballos con tanto movimiento en el puerto y la
cercanía del agua.
La
formación bretoniana era un espectáculo digno de ver, un claro gesto de
intentar impresionar a sus invitados. El mismo Delacroix lucía su armadura completa,
perfectamente pulida, con el león rugiente de su casa sobre su pecho y
coronando su yelmo.
El
encuentro entre ambos dirigentes se produjo al pie de la pasarela de desembarco
de la nao imperial “El Genio del Mar”. El conde descabalgó cuando Von Goniz pisó
tierra firme, acercándose a él y estrechándole la mano solemnemente, acompañado
con una inclinación de cabeza.
Los
guardaespaldas del burgomaestre, grandes espaderos de la compañía “Los Hijos de
Berden” formaron a espaldas de su protegido.
En
la embarcación ya empezaron las labores de abastecimiento, mientras que las
compañías de espaderos y fusileros, enrolados como infantería de marina,
observaban como el burgomaestre y su escolta se perdía por las calles de la
ciudad, acompañados por esos caballeros tan peculiares que los habían recibido.
Los
invitados fueron llevados a la casa Ducal en el centro de la ciudad. El
servicio tenía orden del Duque de tratar a Delacroix como a él mismo, y satisfacer
todas las órdenes que diera para acomodar a sus invitados.
Tuvo
lugar un gran banquete en honor de los imperiales. Por la tarde se organizó, de
forma improvisada, un torneo, en donde demostrar las habilidades marciales de
ambos grupos.
Hubo
dos categorías: justa y lucha con espadas. En la primera de ellas, ningún
soldado Berdenburgues derribó a su rival bretoniano, siendo el burgomaestre el
que más cerca estuvo, llegando a romper una lanza frente al mismo Delacroix. En
la categoría de lucha cuerpo a cuerpo, las tornas cambiaron, de forma que
ningún caballero venció su duelo frente a los grandes espaderos. Otra vez fue
el duelo entre el Conde y Von Goniz el que estuvo más igualado, decantándose la
victoria hacia el burgomaestre por tan solo un impacto.
Ya
acabado el torneo se empezó a escuchar una acalorada discusión. Venía desde los
pabellones bretonianos, de uno con la heráldica del propio Delacroix. Se
acercaron el conde y Von Goniz, descubriendo a un caballero bretoniano
gritándole airadamente a su paje. Éste le reprochaba errores en la preparación
de su equipo para el duelo. Parecía que
reclamaba que el cordaje de la empuñadura de su espada usada en el torneo no
estaba correctamente vendada y que se le resbalaba continuamente.
El
conde puso paz entre caballero y paje. Le explicó a Von Goniz que ambos eran
hijos suyos, el caballero era su primogénito y el paje el hijo que tuvo con una
doncella después de la muerte de su esposa.
El
paje miraba con los ojos encendidos a su hermanastro, pero sin intervenir,
conocedor del lugar que le correspondía en la jerarquía bretoniana.
Von
Goniz, notando la sensación de impotencia que corroía al joven le preguntó.
- ¿Cómo
te llamas muchacho?
- Françoise,
mi señor.
- ¿Y
por qué, Françoise, has preparado mal la empuñadora de tu señor?
- Yo
no… el vendaje está correctamente preparado, no tengo nada que ver en la
derrota de mi señor.
- Mientes-interrumpió
su hermanastro –Lo has hecho aposta.
- No
es así, y puedo demostrarlo- replicó el paje- Me batiré yo mismo con esa espada
y demostraré que se agarra perfectamente.
El
burgomaestre miró al Conde, que con una sonrisa asintió.
- Muy
bien joven Françoise, en ese caso creo que lo más indicado es que te batas con
tu hermano, así no hay duda de que tu oponente se vaya a dejar ganar. Tome, señor
Delacroix -dirigiéndose Von Goniz al primogénito del Conde- Le ofrezco mi
propia espada, que como ha podido comprobar en el duelo contra su padre, está
en perfectas condiciones.
El
duelo comenzó con solo el Conde y el burgomaestre como espectadores.
El
caballero le sacaba casi una cabeza a su hermano bastardo, y era claramente más
fornido, pero, para sorpresa de Von Goniz, era el paje quien llevaba el peso
del combate.
Toda
la ira y ansiedad que manaba Françoise minutos antes se había convertido en serenidad
y paciencia. Paraba los golpes con pulcritud y esperaba el momento para colarse
entre la guardia de su oponente. De esta forma acabó impactando un total de 10
veces en los puntos de riesgo de la armadura de su hermano, haciéndose con la
victoria en un tiempo extraordinariamente corto.
Ambos
espectadores se miraron con asombro.
- De
acuerdo, efectivamente parece que la espada estaba correctamente preparada - Y
sin más, el Conde salió de la tienda seguido de Von Goniz.
- No
sabía que fuera tan habilidoso con la espada, no ha recibido instrucción en las
armas.
- ¿Qué
futuro le espera? - Preguntó Von Goniz.
- Dinero
y comodidades nunca le faltaran por ser mi hijo, pero nunca podrá llegar a ser
caballero. El código de caballería no está al alcance de un bastardo.
- Entiendo - dijo un pensativo Von Goniz.
Se
fueron a cenar, en un ambiente de más concordia entre bretonianos e imperiales
que durante el banquete matutino, ayudado claramente por el acercamiento
producido gracias al torneo.
La
escolta del burgomaestre y los caballeros se retiraron a dormir extenuados por
el día vivido, seguidos de sus comandantes. Al día siguiente tratarían los
temas que les habían llevado a aquel encuentro.
Descansaba
Von Goniz en el dormitorio que habían dispuesto para él en la torre de la casa
nobiliaria cuando un escalofrío le despertó.
Se
quedó en la cama sentado con una sensación desapacible en el cuerpo.
Un
instante después escuchó el primer grito desde la muralla e inmediatamente la
alarma que despertaba a toda la ciudad.
Rápidamente
se vistió y bajó a averiguar que sucedía. Fue el primero en alcanzar la muralla
y el primero en contemplar la horda orca que rodeaba las defensas de la ciudad.
Enseguida
estuvo rodeado de sus fieles guardaespaldas, todos pertrechados de su equipo y
preparados para recibir órdenes.
Von
Goniz dio algunas instrucciones a los centinelas bretonianos apostados en la
muralla y esperó al conde Delacroix.
Éste
llegó pasados 2 minutos, tiempo sorprendentemente corto considerando lo
enrevesado de la armadura del Conde.
Se
asomó a la muralla e inmediatamente se giró hacia Von Goniz, y sin perder la
compostura dijo:
- Burgomaestre,
entiendo que quiera embarcar ahora mismo en la nave que le espera en el puerto
y poner rumbo a su hogar.
- Mi
señor-interrumpió Von Goniz- tenía entendido que la hospitalidad bretoniana se
tomaba en más estima. El plan era embarcar dentro de dos días, y viendo las
nuevas diversiones que el Conde ha organizado para sus visitas, estoy tentado
en prolongar aún más ese tiempo.
El
Conde sonrió agradecido y sin más conversación se giró hacia el paje que le
acompañaba, ordenando dar aviso a los caballeros para su puesta de revista, así
como se informara a la guarnición que componía la defensa de la ciudad.
A
su vez, Von Goniz dio órdenes a un miembro de su escolta para que avisara a la
infantería de marina a bordo que desembarcara y formara al pie de la muralla.
También ordenó el transporte de las piezas de artillería de la nave hacia las
atalayas de defensa. Hasta los marineros fueron ordenados desembarcar y ponerse
a las órdenes de su capitán.
Mientras
se daban estas órdenes dentro de L’Anguille, la marea verde del exterior se
preparaba para el asedio de la ciudad.
Al
despuntar el alba, se pudo contemplar, con triste claridad, como el ejército
pielverde rodeaba los muros, habiendo ya desplegado sus máquinas de guerra,
esperando la orden de su caudillo.
En
lo alto de un peñasco en el centro de la marea verde, se alzaba un orco negro
imponente, enfundado en lo que parecían retales de decenas de armaduras y apoyado
en el mango de un hacha casi tan grande como un hombre adulto.
El
caudillo miró a ambos lados para comprobar que todo estaba dispuesto y, señalando
a los muros de la ciudad, profirió un aullido que se contagió inmediatamente al
resto de la horda, dando comienzo así el inicio del asedio.
Las
catapultas crujieron y lanzaron sus cargas contra la muralla de L’Anguille. La
ciudad, heredera de una ciudad élfica, tiene fama de inexpugnable. Parecía que
los orcos estaban decididos a demostrar lo contrario.
Cuando
las primeras piedras de las maquinas orcas chocaron contra los muros se oyó un
grito desde una atalaya. El maestro artillero imperial había dado la orden de
abrir fuego. El ruido ensordecedor de una decena de cañones se alzó desde la ciudad
e inmediatamente se abrieron huecos en aquellos puntos donde la marea verde era
impactada. Un trebuchet bretoniano se unió al ataque desde la misma ciudad,
lanzando un gran trozo de edificio que había sido arrancado por la propia
artillería orca. Pero parecía dar igual, pues nuevos orcos ocupaban el sitio
dejado por los muertos.
El
día transcurrió con el ir y venir de proyectiles, en donde parecía tomar
ventaja la artillería imperial.
El
caudillo orco, demostrando una paciencia poco común para un piel verde, se pasó
el día midiendo las fuerzas contra las que se enfrentaba. Sabía del ejército
bretoniano destacado en el este del país, así como la posibilidad de abastecimiento
y refuerzos desde el mar.
Por
tanto, la victoria pasaba por un asalto directo, haciendo valer su aplastante
superioridad numérica. Además, no estaba en el pensamiento de un orco esperar a
que muera de hambre sin intentar antes arrancarle la cabeza.
El
segundo día amaneció con otro chillido gutural del caudillo, solo que esta vez,
a los proyectiles de catapultas se le sumaron decenas de escalas y un ariete con
un extremo de bronce que recordaba la cabeza de un orco con las fauces
abiertas.
Los
fusileros imperiales y arqueros bretonianos descargaban andanada tras andanada
contra la marea verde, pero esta avanzaba inexorablemente hacia las murallas
Von
Goniz había repartido a los fusileros a lo largo de la muralla, apoyados por
los espaderos, para repeler los asaltos desde las escalas. La compañía
improvisada de marineros hacía las tareas de apoyo a la guarnición de la
ciudad.
El
joven Françoise corría con el resto de pajes llevando viandas y equipamiento a
los caballeros, cruzando fugazmente la mirada con su padre y un interesado Von
Goniz.
Y
al medio día la cabeza de orco golpeó por primera vez las puertas de la ciudad.
Delacroix
dispuso a sus caballeros en el patio delante de la puerta principal. Von Goniz
estaba a la derecha del Conde, a lomos de un hermoso caballo bretoniano. Sus
grandes espaderos estaban formados en un flanco de los jinetes.
El
Conde empezó a hablar:
- Caballeros,
compañeros… amigos- girándose para mirar al burgomaestre - la guerra vuelve a
llamar a nuestras puertas. Nosotros no la hemos buscado pero ¿vamos a
ignorarla?, ¿vamos a dejar la ciudad en manos de esos salvajes mientras huimos?
y lo que es más importante ¿vamos a permitir que nuestros invitados nos vean
retirarnos y perder el honor? –una carcajada recorrió las filas de caballeros y
grandes espaderos.
- Representamos
el mundo civilizado frente a la barbarie, la luz contra la oscuridad, el honor
contra la vileza, Esta hermandad de hombres libres, bretonianos, imperiales, da
igual, se enfrentan unidos a un enemigo que solo busca la destrucción de lo que
es hermoso.
- ¿Vamos
a dejarlos?- los hombres gritaron al unísono - NO.
- No
importa cuántos enemigos vengan, el lado de la luz se impondrá. Enfrentémoslos
y mandémoslos al lugar que les corresponde… EL INFIERNO - Todos se unieron en un
grito de ánimo.
- Inspiradoras
palabras-dijo Von Goniz, discretamente, al conde.
- Esperemos
que sí, aunque creo que necesitaremos más que inspiración para sobrevivir a este
día.
Y
al acabar de pronunciar Delacroix esas palabras, el portón finalmente cedió a
los envites del ariete orco.
Inmediatamente,
con las puertas abiertas, entró en el recinto una compañía de jinetes orcos en
jabalí. Montura y jinete echaban la misma espuma por la boca y la misma mirada
enloquecida.
Los
marciales bretonianos, con el conde en la punta de la formación, cargaron rápidamente
contra los intrusos, demostrando la superioridad de quienes dedican su vida a
entrenarse para estos momentos. Rápidamente los orcos se dispersaron,
permitiendo a los bretonianos reagruparse y cargar contra la siguiente compañía.
Mientras,
los grandes espaderos formaban una línea frente a las puertas de la ciudad, recibiendo
los restos de orcos que sobrepasaban las cargas bretonianas. En la primera
línea, luchando con sus hermanos, estaba el burgomaestre Von Goniz.
Esta
táctica de yunque imperial y martillo bretoniano funcionó en los primeros embistes
orcos, hasta que la aplastante superioridad numérica evitó las reagrupaciones
de los caballeros.
Los
jinetes finalmente descabalgaron de sus monturas, ineficaces sin la distancia
suficiente de carga y se dispusieron junto a los grandes espaderos, codo con
codo, mezclándose la heráldica multicolor bretoniana con los uniformes ocres y
negros de Berdenburgo, hasta que se formó un única compañía de hombres,
resistiendo contra la marea verde.
Muchas
cargas fueron aguantadas por estos guerreros y muchos orcos no podrán luchar otro
día. Ya no era una batalla, era una lucha por la supervivencia. Todo aquel
capaz de empuñar un arma se defendía de un orco.
Entre
el mar de cuerpos, el conde y el burgomaestre vislumbraron al joven Françoise,
erigido oficial del recién inventada compañía de pajes, combatiendo y dando
órdenes, consiguiendo que aquellos muchachos presentaran oposición a los orcos
que una y otra vez les acometían.
Con
el tiempo las filas humanas mermaban, mientras que las pielverde parecían
inagotables.
De
repente, el orco gigante del peñasco entró en la ciudad. Conde y burgomaestre
se miraron, sabiendo que su única posibilidad de supervivencia pasaba por
vencer a esa bestia, y que los orcos, sin líder, se desbandaran.
Ambos
dieron un paso al frente y llamaron a voces a la mole verde, que rápidamente
los identificó como los generales de los humanos.
Corriendo
como un animal rabioso, cargó contra los dos hombres. Tal fue el choque, que
Von Goniz salió despedido varios metros, quedando rodeado de enemigos y apartándolo
del combate singular.
Delacroix
se plantó frente al caudillo y empezó a intercambiar golpes y paradas con el
monstruo. La técnica del Conde era impecable, pero las horas de combate le pesaban
en los brazos y las piernas. Después de una estocada fallida, no pudo recuperar
la posición a tiempo de parar el hacha orca. El impacto le abrió un gran corte
en el muslo de la pierna.
Sin
fuerza en la pierna herida, el conde cayó de rodillas, sin energías para seguir
el combate. El caudillo orco alzó el hacha, y con una sonrisa sádica de
satisfacción, se preparó para descargar el golpe de gracia.
Empezó
el descenso del hacha, y en el momento que iba a rozar el cuello del conde, una
espada se interpuso en el camino.
El
joven paje Delacroix se erguía serio entre su padre y el orco. Éste, rabioso,
que ya saboreaba la victoria final frente a los humanos, arremetió con toda su
ira contra el hijo del conde.
Al
igual que en el combate contra su hermano, Françoise se mantenía ordenado y
manteniendo las distancias, parando y moviéndose alrededor del orco, sin prisa.
Y aunque parecía apabullado por los grandes golpes de la bestia que le
acometía, lo cierto es que no lograba sobrepasar su defensa.
Von
Goniz, que se abría camino entre orcos, se quedó por un momento atónito por lo
que veía. Un hombre, ni siquiera, un muchacho, sin formación militar ortodoxa,
plantaba cara a un ser creado por y para la guerra.
El
caudillo orco cada vez se desesperaba más, y embestía con más virulencia,
creyendo que el joven paje se burlaba de él, limitándose a parar y esquivar.
Nada más lejos de la realidad. Ese enfado era exactamente lo que Françoise
buscaba. Enfadado te desconcentras, lo que te lleva a cometer errores y
descubrir la guardia.
Por
fin el momento buscado por el joven Delacroix apareció. Con una finta, esquivó
el golpe del orco, y girando sobre si mismo, aprovechó el tropiezo enemigo para
descargar un tajo limpio y certero sobre el cuello del pielverde.
Casi
al instante el combate se detuvo y unos incrédulos orcos veían como el cuerpo
de su comandante se desplomaba mientras su cabeza rodaba a los pies de Françoise.
Inmediatamente después salieron en estampida, huyendo de la ciudad, perseguidos
por los defensores, enardecidos por la victoria.
Poco
a poco, al atardecer, L’Anguille empezaba a recuperar una cierta calma. Pero en
una tienda médica, de las muchas levantadas al cobijo de la muralla, por un
momento, lo que pasaba en la ciudad perdió importancia.
Padre
e hijo se miraban en silencio. Von Goniz permanecía en la esquina de la tienda,
siendo testigo de la escena.
Al
fin el Conde rompió el silencio. Postrado en la cama, con un aparatoso vendaje
sobre la herida recién suturada, se incorporó, y mirando a su hijo, dijo:
- Gracias.
El
joven Delacroix, sin esperarse tal reacción, miró a sus pies abrumado.
- Me
has salvado la vida- continuó el conde- Has derrotado a un rival contra el que
muy pocos guerreros podrían tener, si quiera, la posibilidad de sobrevivir.
Estoy en deuda contigo, pídeme lo que quieras.
Françoise
miró a su padre y dijo - quiero ser yo quien decida mi destino, no mi condición
de sangre.
El
Conde miraba a su hijo apesadumbrado –por tus venas corre mi sangre, de lo que
siempre me he sentido orgulloso, más si cabe en el día de hoy. Pero las leyes
son claras, y no esta en mi mano el poder cambiarlas- y mirando a Von Goniz
añadió - mientras permanezcas en Bretonia, tendrás que regirte por sus leyes.
El
joven agachó la cabeza diciendo – entonces, padre, no tengo ningún deseo que
puedas satisfacer - Y se volvió para abandonar la tienda.
Antes
de cruzar el umbral, Von Goniz intervino - joven Delacroix, esperad por favor.
Tengo una oferta que puede satisfacer a ambas partes. De poder elegir ¿Qué destino
te gustaría, Françoise?
Éste,
mirando seriamente al burgomaestre dijo –el del honor. Quiero combatir la
injusticia y la maldad, como mi padre. No quiero ser un sirviente, quiero ser
un guerrero.
Conde
y burgomaestre se miraron, sopesando la vehemencia del discurso.
- Entonces-
intervino Von Goniz - tengo una oferta que puede contentar a todos. Embarca conmigo
mañana. No te prometo lujos ni prebendas, pero sí una vida de libertad donde
decidir tu propio destino. Además, viendo tu habilidad con el manejo de la
espada, te propongo incorporarte a mi escolta personal. Así, si es lo que
quieres, puedo ayudarte en tu formación, que no solo es usar la espada.
Françoise
miró a su padre, que sonriendo, asintió.
- Acepto.
Uno, pues, mi destino al suyo, mi señor Von Goniz, y le estaré eternamente agradecido
por esta oportunidad que me ofrece.
- Bien,
pues mañana nos vemos en el puerto al amanecer - Y dejó solos a padre e hijo.
Al
día siguiente Françoise se presentó al pie de “El Genio del Mar” con sus
escasas posesiones al hombro.
Cuando
estaba a punto a embarcar, una voz le llamó a su espalda. Su padre se acercaba,
transportado en un diván.
Françoise
se acercó a su padre. Éste, cuando le tuvo al lado le dijo -hijo, al entrar en
ese barco empiezas una nueva vida, llena de dicha, espero. Pero también quisiera
que no olvides de dónde vienes y quien es tu padre. Por eso me gustaría que te
llevaras esto contigo- sacando de una bolsa de cuero un yelmo coronado con el
gran león de la casa Delacroix.
- Este
casco me ha salvado de innumerables heridas. Espero que a ti te sirva igual.
Françoise, con los ojos humedecidos, cogió el yelmo, hizo una reverencia, y, con un paso más tembloroso que antes, retomó el camino de embarque… hacia un nuevo comienzo.
Maravilloso relato, me ha encantado! Enhorabuena!
ResponderEliminarHace bien Françoise, que se venga al Imperio con guerreros de verdad. Yo siempre le digo eso a mis colegas que hacen bretonianos para picarles: en Bretonia la gente se puede permitir el lujo de ir mirando la genealogía porque no saben lo que es una guerra de verdad, cuando tienes dieciocho millones de guerreros del Caos/orcos/no muertos/hombres bestia viniendo a por ti, reclutas a todo ser humano con dos brazos, dos piernas y diez años cumplidos.
Ya nos irás presentando a más hombres de tu ejército, siendo imperiales seguro que son todos buena gente!!
Siempre es mejor el Imperio que los cursis bretonianos jajaja Me ha hecho mucha gracia lo de estar mirando la genealogía jajajaja
EliminarPersonajes con relato tan desarrollado queda un cazador de vampiros, que se enfrenta con un adorador de Slannesh. Pero hay algún personaje más que, aún sin relato, sí que tiene su trasfondo más definido. Un ballestero tileano, un duelista estaliano, una antigua espada de alquiler...
Y que tengan ya miniatura pintada, un hechicero, un ingeniero, el cazador con su relato...
Hay uno que me hace especial ilusión pintarlo a él y su unidad, que es el capitán de una expedición superviviente a Lustria. Jorg Mariksen, medio imperial medio norse. Y ya no digo más que si no no dejo nada para su entrada jajaja
Poco a poco, tengo que dosificarme, que como le decía a Herrero en otra entrada, si comparto ya todo el blog me dura dos semanas jajaja