lunes, 23 de agosto de 2021

Relato: Un nuevo comienzo

Después de presentar a Françoise Delacroix en la entrada anterior, el siguiente paso lógico era compartir el relato que escribí de como Françoise conoció al Burgomaestre de Berdenburgo.

Como avancé en la entrada anterior, Françoise es el hijo bastado de un noble bretoniano, que sin la oportunidad de ascender en el camino de caballería bretoniana por su condición de hijo no legítimo, decidió buscar su propio camino en tierras imperiales.

Sin más, aquí en relato:

El barco atracó al alba en el puerto de la ciudad de L’Anguille. En el muelle esperaba el conde Delacroix, a quien el rey bretoniano utiliza en calidad de ministro de exteriores.

El Burgomaestre de la ciudad de Berdenburgo, Ludwig Von Goniz, desembarcó acompañado de su guardia personal.

La idea de este viaje era el cierre de unos acuerdos de la ciudad de L’Anguille con Berdenburgo para impulsar el comercio entre estos dos puertos.

El Conde Delacroix se disculpó con su invitado por la ausencia del duque de L’Anguille, que se encontraba, con sus caballeros, batallando junto al rey Louen Leoncouer.

Leoncouer, y con él la flor y nata bretoniana, estaba en plena guerra con un Wagh orco, que había invadido el este del país.

Al conde le acompañaba un pequeño séquito de caballeros, con sus vistosos colores y armaduras, que mantenían ejemplarmente a sus monturas en su lugar, a pesar del nerviosismo que presentaban los caballos con tanto movimiento en el puerto y la cercanía del agua.

La formación bretoniana era un espectáculo digno de ver, un claro gesto de intentar impresionar a sus invitados. El mismo Delacroix lucía su armadura completa, perfectamente pulida, con el león rugiente de su casa sobre su pecho y coronando su yelmo.

El encuentro entre ambos dirigentes se produjo al pie de la pasarela de desembarco de la nao imperial “El Genio del Mar”. El conde descabalgó cuando Von Goniz pisó tierra firme, acercándose a él y estrechándole la mano solemnemente, acompañado con una inclinación de cabeza.

Los guardaespaldas del burgomaestre, grandes espaderos de la compañía “Los Hijos de Berden” formaron a espaldas de su protegido.

En la embarcación ya empezaron las labores de abastecimiento, mientras que las compañías de espaderos y fusileros, enrolados como infantería de marina, observaban como el burgomaestre y su escolta se perdía por las calles de la ciudad, acompañados por esos caballeros tan peculiares que los habían recibido.

Los invitados fueron llevados a la casa Ducal en el centro de la ciudad. El servicio tenía orden del Duque de tratar a Delacroix como a él mismo, y satisfacer todas las órdenes que diera para acomodar a sus invitados.

Tuvo lugar un gran banquete en honor de los imperiales. Por la tarde se organizó, de forma improvisada, un torneo, en donde demostrar las habilidades marciales de ambos grupos.

Hubo dos categorías: justa y lucha con espadas. En la primera de ellas, ningún soldado Berdenburgues derribó a su rival bretoniano, siendo el burgomaestre el que más cerca estuvo, llegando a romper una lanza frente al mismo Delacroix. En la categoría de lucha cuerpo a cuerpo, las tornas cambiaron, de forma que ningún caballero venció su duelo frente a los grandes espaderos. Otra vez fue el duelo entre el Conde y Von Goniz el que estuvo más igualado, decantándose la victoria hacia el burgomaestre por tan solo un impacto.

Ya acabado el torneo se empezó a escuchar una acalorada discusión. Venía desde los pabellones bretonianos, de uno con la heráldica del propio Delacroix. Se acercaron el conde y Von Goniz, descubriendo a un caballero bretoniano gritándole airadamente a su paje. Éste le reprochaba errores en la preparación de su equipo para el duelo.  Parecía que reclamaba que el cordaje de la empuñadura de su espada usada en el torneo no estaba correctamente vendada y que se le resbalaba continuamente.

El conde puso paz entre caballero y paje. Le explicó a Von Goniz que ambos eran hijos suyos, el caballero era su primogénito y el paje el hijo que tuvo con una doncella después de la muerte de su esposa.

El paje miraba con los ojos encendidos a su hermanastro, pero sin intervenir, conocedor del lugar que le correspondía en la jerarquía bretoniana.

Von Goniz, notando la sensación de impotencia que corroía al joven le preguntó.

¿Cómo te llamas muchacho?

- Françoise, mi señor.

- ¿Y por qué, Françoise, has preparado mal la empuñadora de tu señor?

- Yo no… el vendaje está correctamente preparado, no tengo nada que ver en la derrota de mi señor.

- Mientes-interrumpió su hermanastro –Lo has hecho aposta.

- No es así, y puedo demostrarlo- replicó el paje- Me batiré yo mismo con esa espada y demostraré que se agarra perfectamente.

El burgomaestre miró al Conde, que con una sonrisa asintió.

- Muy bien joven Françoise, en ese caso creo que lo más indicado es que te batas con tu hermano, así no hay duda de que tu oponente se vaya a dejar ganar. Tome, señor Delacroix -dirigiéndose Von Goniz al primogénito del Conde- Le ofrezco mi propia espada, que como ha podido comprobar en el duelo contra su padre, está en perfectas condiciones.

El duelo comenzó con solo el Conde y el burgomaestre como espectadores.

El caballero le sacaba casi una cabeza a su hermano bastardo, y era claramente más fornido, pero, para sorpresa de Von Goniz, era el paje quien llevaba el peso del combate.

Toda la ira y ansiedad que manaba Françoise minutos antes se había convertido en serenidad y paciencia. Paraba los golpes con pulcritud y esperaba el momento para colarse entre la guardia de su oponente. De esta forma acabó impactando un total de 10 veces en los puntos de riesgo de la armadura de su hermano, haciéndose con la victoria en un tiempo extraordinariamente corto.

Ambos espectadores se miraron con asombro.

- De acuerdo, efectivamente parece que la espada estaba correctamente preparada - Y sin más, el Conde salió de la tienda seguido de Von Goniz.

- No sabía que fuera tan habilidoso con la espada, no ha recibido instrucción en las armas.

- ¿Qué futuro le espera? - Preguntó Von Goniz.

- Dinero y comodidades nunca le faltaran por ser mi hijo, pero nunca podrá llegar a ser caballero. El código de caballería no está al alcance de un bastardo.

- Entiendo - dijo un pensativo Von Goniz.

Se fueron a cenar, en un ambiente de más concordia entre bretonianos e imperiales que durante el banquete matutino, ayudado claramente por el acercamiento producido gracias al torneo.

La escolta del burgomaestre y los caballeros se retiraron a dormir extenuados por el día vivido, seguidos de sus comandantes. Al día siguiente tratarían los temas que les habían llevado a aquel encuentro.

Descansaba Von Goniz en el dormitorio que habían dispuesto para él en la torre de la casa nobiliaria cuando un escalofrío le despertó.

Se quedó en la cama sentado con una sensación desapacible en el cuerpo.

Un instante después escuchó el primer grito desde la muralla e inmediatamente la alarma que despertaba a toda la ciudad.

Rápidamente se vistió y bajó a averiguar que sucedía. Fue el primero en alcanzar la muralla y el primero en contemplar la horda orca que rodeaba las defensas de la ciudad.

Enseguida estuvo rodeado de sus fieles guardaespaldas, todos pertrechados de su equipo y preparados para recibir órdenes.

Von Goniz dio algunas instrucciones a los centinelas bretonianos apostados en la muralla y esperó al conde Delacroix.

Éste llegó pasados 2 minutos, tiempo sorprendentemente corto considerando lo enrevesado de la armadura del Conde.

Se asomó a la muralla e inmediatamente se giró hacia Von Goniz, y sin perder la compostura dijo:

- Burgomaestre, entiendo que quiera embarcar ahora mismo en la nave que le espera en el puerto y poner rumbo a su hogar.

- Mi señor-interrumpió Von Goniz- tenía entendido que la hospitalidad bretoniana se tomaba en más estima. El plan era embarcar dentro de dos días, y viendo las nuevas diversiones que el Conde ha organizado para sus visitas, estoy tentado en prolongar aún más ese tiempo.

El Conde sonrió agradecido y sin más conversación se giró hacia el paje que le acompañaba, ordenando dar aviso a los caballeros para su puesta de revista, así como se informara a la guarnición que componía la defensa de la ciudad.

A su vez, Von Goniz dio órdenes a un miembro de su escolta para que avisara a la infantería de marina a bordo que desembarcara y formara al pie de la muralla. También ordenó el transporte de las piezas de artillería de la nave hacia las atalayas de defensa. Hasta los marineros fueron ordenados desembarcar y ponerse a las órdenes de su capitán.

Mientras se daban estas órdenes dentro de L’Anguille, la marea verde del exterior se preparaba para el asedio de la ciudad.

Al despuntar el alba, se pudo contemplar, con triste claridad, como el ejército pielverde rodeaba los muros, habiendo ya desplegado sus máquinas de guerra, esperando la orden de su caudillo.

En lo alto de un peñasco en el centro de la marea verde, se alzaba un orco negro imponente, enfundado en lo que parecían retales de decenas de armaduras y apoyado en el mango de un hacha casi tan grande como un hombre adulto.

El caudillo miró a ambos lados para comprobar que todo estaba dispuesto y, señalando a los muros de la ciudad, profirió un aullido que se contagió inmediatamente al resto de la horda, dando comienzo así el inicio del asedio.

Las catapultas crujieron y lanzaron sus cargas contra la muralla de L’Anguille. La ciudad, heredera de una ciudad élfica, tiene fama de inexpugnable. Parecía que los orcos estaban decididos a demostrar lo contrario.

Cuando las primeras piedras de las maquinas orcas chocaron contra los muros se oyó un grito desde una atalaya. El maestro artillero imperial había dado la orden de abrir fuego. El ruido ensordecedor de una decena de cañones se alzó desde la ciudad e inmediatamente se abrieron huecos en aquellos puntos donde la marea verde era impactada. Un trebuchet bretoniano se unió al ataque desde la misma ciudad, lanzando un gran trozo de edificio que había sido arrancado por la propia artillería orca. Pero parecía dar igual, pues nuevos orcos ocupaban el sitio dejado por los muertos.

El día transcurrió con el ir y venir de proyectiles, en donde parecía tomar ventaja la artillería imperial.

El caudillo orco, demostrando una paciencia poco común para un piel verde, se pasó el día midiendo las fuerzas contra las que se enfrentaba. Sabía del ejército bretoniano destacado en el este del país, así como la posibilidad de abastecimiento y refuerzos desde el mar.

Por tanto, la victoria pasaba por un asalto directo, haciendo valer su aplastante superioridad numérica. Además, no estaba en el pensamiento de un orco esperar a que muera de hambre sin intentar antes arrancarle la cabeza.

El segundo día amaneció con otro chillido gutural del caudillo, solo que esta vez, a los proyectiles de catapultas se le sumaron decenas de escalas y un ariete con un extremo de bronce que recordaba la cabeza de un orco con las fauces abiertas.

Los fusileros imperiales y arqueros bretonianos descargaban andanada tras andanada contra la marea verde, pero esta avanzaba inexorablemente hacia las murallas

Von Goniz había repartido a los fusileros a lo largo de la muralla, apoyados por los espaderos, para repeler los asaltos desde las escalas. La compañía improvisada de marineros hacía las tareas de apoyo a la guarnición de la ciudad.

El joven Françoise corría con el resto de pajes llevando viandas y equipamiento a los caballeros, cruzando fugazmente la mirada con su padre y un interesado Von Goniz.

Y al medio día la cabeza de orco golpeó por primera vez las puertas de la ciudad.

Delacroix dispuso a sus caballeros en el patio delante de la puerta principal. Von Goniz estaba a la derecha del Conde, a lomos de un hermoso caballo bretoniano. Sus grandes espaderos estaban formados en un flanco de los jinetes.

El Conde empezó a hablar:

- Caballeros, compañeros… amigos- girándose para mirar al burgomaestre - la guerra vuelve a llamar a nuestras puertas. Nosotros no la hemos buscado pero ¿vamos a ignorarla?, ¿vamos a dejar la ciudad en manos de esos salvajes mientras huimos? y lo que es más importante ¿vamos a permitir que nuestros invitados nos vean retirarnos y perder el honor? –una carcajada recorrió las filas de caballeros y grandes espaderos.

- Representamos el mundo civilizado frente a la barbarie, la luz contra la oscuridad, el honor contra la vileza, Esta hermandad de hombres libres, bretonianos, imperiales, da igual, se enfrentan unidos a un enemigo que solo busca la destrucción de lo que es hermoso.

- ¿Vamos a dejarlos?- los hombres gritaron al unísono - NO.

- No importa cuántos enemigos vengan, el lado de la luz se impondrá. Enfrentémoslos y mandémoslos al lugar que les corresponde… EL INFIERNO - Todos se unieron en un grito de ánimo.

- Inspiradoras palabras-dijo Von Goniz, discretamente, al conde.

- Esperemos que sí, aunque creo que necesitaremos más que inspiración para sobrevivir a este día.

Y al acabar de pronunciar Delacroix esas palabras, el portón finalmente cedió a los envites del ariete orco.

Inmediatamente, con las puertas abiertas, entró en el recinto una compañía de jinetes orcos en jabalí. Montura y jinete echaban la misma espuma por la boca y la misma mirada enloquecida.

Los marciales bretonianos, con el conde en la punta de la formación, cargaron rápidamente contra los intrusos, demostrando la superioridad de quienes dedican su vida a entrenarse para estos momentos. Rápidamente los orcos se dispersaron, permitiendo a los bretonianos reagruparse y cargar contra la siguiente compañía.

Mientras, los grandes espaderos formaban una línea frente a las puertas de la ciudad, recibiendo los restos de orcos que sobrepasaban las cargas bretonianas. En la primera línea, luchando con sus hermanos, estaba el burgomaestre Von Goniz.

Esta táctica de yunque imperial y martillo bretoniano funcionó en los primeros embistes orcos, hasta que la aplastante superioridad numérica evitó las reagrupaciones de los caballeros.

Los jinetes finalmente descabalgaron de sus monturas, ineficaces sin la distancia suficiente de carga y se dispusieron junto a los grandes espaderos, codo con codo, mezclándose la heráldica multicolor bretoniana con los uniformes ocres y negros de Berdenburgo, hasta que se formó un única compañía de hombres, resistiendo contra la marea verde.

Muchas cargas fueron aguantadas por estos guerreros y muchos orcos no podrán luchar otro día. Ya no era una batalla, era una lucha por la supervivencia. Todo aquel capaz de empuñar un arma se defendía de un orco.

Entre el mar de cuerpos, el conde y el burgomaestre vislumbraron al joven Françoise, erigido oficial del recién inventada compañía de pajes, combatiendo y dando órdenes, consiguiendo que aquellos muchachos presentaran oposición a los orcos que una y otra vez les acometían.

Con el tiempo las filas humanas mermaban, mientras que las pielverde parecían inagotables.

De repente, el orco gigante del peñasco entró en la ciudad. Conde y burgomaestre se miraron, sabiendo que su única posibilidad de supervivencia pasaba por vencer a esa bestia, y que los orcos, sin líder, se desbandaran.

Ambos dieron un paso al frente y llamaron a voces a la mole verde, que rápidamente los identificó como los generales de los humanos.

Corriendo como un animal rabioso, cargó contra los dos hombres. Tal fue el choque, que Von Goniz salió despedido varios metros, quedando rodeado de enemigos y apartándolo del combate singular.

Delacroix se plantó frente al caudillo y empezó a intercambiar golpes y paradas con el monstruo. La técnica del Conde era impecable, pero las horas de combate le pesaban en los brazos y las piernas. Después de una estocada fallida, no pudo recuperar la posición a tiempo de parar el hacha orca. El impacto le abrió un gran corte en el muslo de la pierna.

Sin fuerza en la pierna herida, el conde cayó de rodillas, sin energías para seguir el combate. El caudillo orco alzó el hacha, y con una sonrisa sádica de satisfacción, se preparó para descargar el golpe de gracia.

Empezó el descenso del hacha, y en el momento que iba a rozar el cuello del conde, una espada se interpuso en el camino.

El joven paje Delacroix se erguía serio entre su padre y el orco. Éste, rabioso, que ya saboreaba la victoria final frente a los humanos, arremetió con toda su ira contra el hijo del conde.

Al igual que en el combate contra su hermano, Françoise se mantenía ordenado y manteniendo las distancias, parando y moviéndose alrededor del orco, sin prisa. Y aunque parecía apabullado por los grandes golpes de la bestia que le acometía, lo cierto es que no lograba sobrepasar su defensa.

Von Goniz, que se abría camino entre orcos, se quedó por un momento atónito por lo que veía. Un hombre, ni siquiera, un muchacho, sin formación militar ortodoxa, plantaba cara a un ser creado por y para la guerra.

El caudillo orco cada vez se desesperaba más, y embestía con más virulencia, creyendo que el joven paje se burlaba de él, limitándose a parar y esquivar. Nada más lejos de la realidad. Ese enfado era exactamente lo que Françoise buscaba. Enfadado te desconcentras, lo que te lleva a cometer errores y descubrir la guardia.

Por fin el momento buscado por el joven Delacroix apareció. Con una finta, esquivó el golpe del orco, y girando sobre si mismo, aprovechó el tropiezo enemigo para descargar un tajo limpio y certero sobre el cuello del pielverde.

Casi al instante el combate se detuvo y unos incrédulos orcos veían como el cuerpo de su comandante se desplomaba mientras su cabeza rodaba a los pies de Françoise. Inmediatamente después salieron en estampida, huyendo de la ciudad, perseguidos por los defensores, enardecidos por la victoria.

Poco a poco, al atardecer, L’Anguille empezaba a recuperar una cierta calma. Pero en una tienda médica, de las muchas levantadas al cobijo de la muralla, por un momento, lo que pasaba en la ciudad perdió importancia.

Padre e hijo se miraban en silencio. Von Goniz permanecía en la esquina de la tienda, siendo testigo de la escena.

Al fin el Conde rompió el silencio. Postrado en la cama, con un aparatoso vendaje sobre la herida recién suturada, se incorporó, y mirando a su hijo, dijo:

- Gracias.

El joven Delacroix, sin esperarse tal reacción, miró a sus pies abrumado.

- Me has salvado la vida- continuó el conde- Has derrotado a un rival contra el que muy pocos guerreros podrían tener, si quiera, la posibilidad de sobrevivir. Estoy en deuda contigo, pídeme lo que quieras.

Françoise miró a su padre y dijo - quiero ser yo quien decida mi destino, no mi condición de sangre.

El Conde miraba a su hijo apesadumbrado –por tus venas corre mi sangre, de lo que siempre me he sentido orgulloso, más si cabe en el día de hoy. Pero las leyes son claras, y no esta en mi mano el poder cambiarlas- y mirando a Von Goniz añadió - mientras permanezcas en Bretonia, tendrás que regirte por sus leyes.

El joven agachó la cabeza diciendo – entonces, padre, no tengo ningún deseo que puedas satisfacer - Y se volvió para abandonar la tienda.

Antes de cruzar el umbral, Von Goniz intervino - joven Delacroix, esperad por favor. Tengo una oferta que puede satisfacer a ambas partes. De poder elegir ¿Qué destino te gustaría, Françoise?

Éste, mirando seriamente al burgomaestre dijo –el del honor. Quiero combatir la injusticia y la maldad, como mi padre. No quiero ser un sirviente, quiero ser un guerrero.

Conde y burgomaestre se miraron, sopesando la vehemencia del discurso.

- Entonces- intervino Von Goniz - tengo una oferta que puede contentar a todos. Embarca conmigo mañana. No te prometo lujos ni prebendas, pero sí una vida de libertad donde decidir tu propio destino. Además, viendo tu habilidad con el manejo de la espada, te propongo incorporarte a mi escolta personal. Así, si es lo que quieres, puedo ayudarte en tu formación, que no solo es usar la espada.

Françoise miró a su padre, que sonriendo, asintió.

Acepto. Uno, pues, mi destino al suyo, mi señor Von Goniz, y le estaré eternamente agradecido por esta oportunidad que me ofrece.

- Bien, pues mañana nos vemos en el puerto al amanecer - Y dejó solos a padre e hijo.

Al día siguiente Françoise se presentó al pie de “El Genio del Mar” con sus escasas posesiones al hombro.

Cuando estaba a punto a embarcar, una voz le llamó a su espalda. Su padre se acercaba, transportado en un diván.

Françoise se acercó a su padre. Éste, cuando le tuvo al lado le dijo -hijo, al entrar en ese barco empiezas una nueva vida, llena de dicha, espero. Pero también quisiera que no olvides de dónde vienes y quien es tu padre. Por eso me gustaría que te llevaras esto contigo- sacando de una bolsa de cuero un yelmo coronado con el gran león de la casa Delacroix.

Este casco me ha salvado de innumerables heridas. Espero que a ti te sirva igual.

Françoise, con los ojos humedecidos, cogió el yelmo, hizo una reverencia, y, con un paso más tembloroso que antes, retomó el camino de embarque… hacia un nuevo comienzo.

2 comentarios:

  1. Maravilloso relato, me ha encantado! Enhorabuena!

    Hace bien Françoise, que se venga al Imperio con guerreros de verdad. Yo siempre le digo eso a mis colegas que hacen bretonianos para picarles: en Bretonia la gente se puede permitir el lujo de ir mirando la genealogía porque no saben lo que es una guerra de verdad, cuando tienes dieciocho millones de guerreros del Caos/orcos/no muertos/hombres bestia viniendo a por ti, reclutas a todo ser humano con dos brazos, dos piernas y diez años cumplidos.

    Ya nos irás presentando a más hombres de tu ejército, siendo imperiales seguro que son todos buena gente!!

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    1. Siempre es mejor el Imperio que los cursis bretonianos jajaja Me ha hecho mucha gracia lo de estar mirando la genealogía jajajaja

      Personajes con relato tan desarrollado queda un cazador de vampiros, que se enfrenta con un adorador de Slannesh. Pero hay algún personaje más que, aún sin relato, sí que tiene su trasfondo más definido. Un ballestero tileano, un duelista estaliano, una antigua espada de alquiler...

      Y que tengan ya miniatura pintada, un hechicero, un ingeniero, el cazador con su relato...

      Hay uno que me hace especial ilusión pintarlo a él y su unidad, que es el capitán de una expedición superviviente a Lustria. Jorg Mariksen, medio imperial medio norse. Y ya no digo más que si no no dejo nada para su entrada jajaja

      Poco a poco, tengo que dosificarme, que como le decía a Herrero en otra entrada, si comparto ya todo el blog me dura dos semanas jajaja

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